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Cuando el miedo habla en otro idioma

Ramiro siempre había tenido una relación íntima con los números. Desde niño, encontraba en las matemáticas un orden perfecto que la vida real parecía no tener. Las ecuaciones tenían sentido, las incógnitas siempre encontraban su valor y, si algo no encajaba, solo había que seguir buscando la fórmula correcta.

Criado en una familia humilde, cada logro académico era un peldaño hacia un futuro que parecía imposible. Becas escolares, medallas en competencias, reconocimientos… hasta llegar, contra todas las estadísticas, a Harvard para completar un doctorado. Era brillante, disciplinado, un ejemplo de lo que la perseverancia puede lograr.

Durante unas vacaciones, mucho antes de ser ese hombre reconocido, conoció a Paola en una playa. Ella tenía una energía arrolladora, una mezcla de encanto y determinación que le resultó magnética. El flechazo fue inmediato. Y así, años después, decidió casarse con ella.

La noche antes de la boda, sin embargo, algo extraño sucedió. No fue una duda racional —esas podía resolverlas con lógica— sino una sensación física que lo envolvió como una ola helada. El miedo lo mantuvo despierto, con el corazón acelerado y las manos frías. No sabía explicarlo. “Será normal”, pensó. “Es solo la tensión del momento.”

Pero seis meses después, comprendió que aquel miedo tenía un nombre: advertencia. Paola se había mostrado extremadamente celosa. En una época sin celulares, ella era capaz de dejar su trabajo para seguirlo en el auto, estacionar a media cuadra y esperar. Las discusiones eran intensas, y los intentos de explicarle con lógica que no había motivo para desconfiar chocaban contra un muro invisible.

Comenzaron terapia de pareja. El terapeuta sugirió que Ramiro siguiera un proceso individual. Ese proceso se extendió durante más de veinte años. Dos veces intentó separarse. Dos veces volvió. Lo ataban la culpa, la sensación de que al dejarla la empujaría a un abismo, y sus amenazas de no querer seguir viviendo.

Un día, agotado y sin saber qué más hacer, Ramiro habló con su suegro. Lo que escuchó cambió todo. El hombre le confesó que Paola había tenido problemas psiquiátricos desde niña, hospitalizaciones incluidas. No se lo habían dicho porque, al conocerlo, sintieron que ella se había tranquilizado y que él era “el hombre perfecto” para su hija. Lo quisieron tanto que callaron su verdad.

Esta vez, el amor que sentían por Ramiro fue más fuerte que el secreto. Semanas después, los suegros internaron a Paola en una clínica, donde por fin tuvo un diagnóstico: esquizofrenia. Su estado estaba tan deteriorado que nunca volvió a salir.

Ramiro comenzó una nueva vida, a medio camino entre divorciado, soltero y viudo. Crió a sus tres hijos junto a sus suegros, quienes se convirtieron en aliados y amigos. En casa, por primera vez, pudieron tener un perro. Un día, paseándolo por el parque, sintió algo extraño: ligereza.

Miró hacia atrás y entendió que esos 25 años de terapia habían hecho de él un hombre distinto. Conservaba la mente analítica que lo llevó a Harvard, pero ahora tenía algo más: una sensibilidad afinada, una empatía que no se aprende en libros, y una inteligencia emocional que podía sostener el dolor sin romperse.

Desde entonces, cada vez que siente miedo, no corre a resolverlo ni a ignorarlo. Se detiene. Respira. Espera. Sabe que el miedo, a veces, es solo un disfraz torpe que usa el alma para avisar lo que la mente todavía no puede comprender.

¿Qué pasaría si, en lugar de huir de tu miedo o ignorarlo, le dieras tiempo y espacio para traducir el mensaje que intenta darte?

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