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El Sonido que abrió el cielo

Jorge había nacido en una casa donde la música no era un adorno, sino un idioma sagrado. Su madre, mujer luminosa y fuerte, convirtió cada rincón del hogar en una pequeña escuela de arte. Tras el divorcio, con cuatro hijos que criar, no dejó que el dolor opacara su propósito: que la música los sostuviera cuando el mundo crujiera.

De todos los hermanos, Jorge era el mayor. El que cuidaba. El que sostenía. El que tocaba la guitarra, el piano, el bajo… y a veces también los hilos invisibles del hogar, cuando parecía que todo se iba a romper. Su talento era enorme, pero su rol de cuidador lo empujó a un lugar detrás del telón. Detrás del escenario donde su hermano Pablo brillaba como estrella. Jorge era productor, compositor, pianista, organizador. Era quien hacía que la música sucediera… pero sin firma.

Durante décadas, fue el padre de las melodías ajenas.

Hasta que una noche, en un rincón del Cañón del Colorado, el cielo se abrió.

Había viajado allí tras semanas en un estudio de grabación en Los Ángeles. Necesitaba silencio. Al borde de uno de los acantilados, entre rocas antiguas que sabían de eternidad, escuchó un sonido que no venía de fuera: una flauta de madera que susurraba al alma.

El sonido salía de las manos de un hombre Hopi, un anciano cuya mirada parecía haber visto todos los soles. Tocaba para nadie, y para todo. Jorge se acercó sin palabras. El anciano le sonrió, y sin decir nada, le entregó la flauta.

Nadie supo nunca si era un regalo literal o espiritual. Pero desde ese día, Jorge no volvió a ser el mismo.

Al regresar a su país, comenzó a tocar la flauta. Y al hacerlo, algo dormido en él despertó. Las melodías brotaban solas, como si siempre hubieran estado allí, esperando permiso. Mezclaba sonidos con el piano, componía sin pensar, y así nació “Niño Luz”, un disco lleno de magia, de pausas, de vibraciones que no buscaban aplausos… sino sanación.

Los años pasaron. Jorge, ya de 60, vivía en una cabaña sobre una colina, frente a un lago que parecía espejo del alma. Una tarde fría, con el crepitar del fuego en la chimenea y el viento peinando las montañas, tomó la flauta y tocó.

Ese sonido lo atravesó como un relámpago tibio.

Fue entonces cuando entendió: no había perdido su vida cuidando la de los demás. Cada paso, cada sacrificio, cada silencio que eligió por amor lo había moldeado. Era el gran músico que era porque había caminado ese camino. No era tarde. Nunca lo había sido.

Solo le faltaba una cosa: ser su propio padre. Darse permiso. No para empezar… sino para ser.

Desde entonces, Jorge comenzó a paternarse. A cuidar a sus hijos musicales: los discos, las melodías, los conciertos. No como productor… sino como creador.

Su música comenzó a volar por el mundo. Sus conciertos no eran eventos: eran rituales de alma. La gente no iba solo a escuchar: iba a sanar.

Una noche, tocando su flauta en el centro cultural El Arpa, en Reikiavik, Islandia, entre un público silencioso y conmovido, le pareció ver al indígena Hopi entre las butacas. Sonreía, inmóvil, como si el tiempo no lo tocara. Jorge dudó: ¿Era real? ¿Era su guía? ¿Era él mismo… en otra forma?

Quizás nunca lo sabría.

Pero sí sabía algo: a veces, uno cree que se ha perdido de su propio camino por estar al servicio de otros. Pero el alma sabe. Y lo lleva, aun en el silencio, hacia el lugar exacto donde siempre debió llegar.

Y tú… qué melodía está esperando que le des permiso para nacer?


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